Uno de los grandes anhelos de la humanidad es el de la vida eterna. Textos como la Biblia o las tablillas de barro sumerias hablan de personas que vivieron cientos de años, como Adán, Matusalén o Noé. Desgraciadamente, sabemos que se tratan de mitos y no de algo real. Un equipo liderado por Jan Vig, de la Escuela de Medicina Albert Einstein de Nueva York ha publicado recientemente un estudio en la revista Nature donde se asegura que el límite máximo que puede vivir un ser humano es de 125 años. Una cifra a la que sólo ha logrado acercase la francesa Jeanne Calment, la persona más longeva conocida hasta la fecha.
Desde el año 1900, la esperanza de vida mundial ha pasado de los 31 años de edad hasta superar los 70, gracias, sobre todo, a la dramática reducción de la tasa de mortalidad infantil y neonatal, las vacunas y la eficacia de los antibióticos contra muchos virus e infecciones importantes, la mejora de las condiciones higiénicas, el agua potable y los alimentos, y, en general, una mayor preocupación por el cuidado del cuerpo, principalmente a medida que envejecemos. En la actualidad, la esperanza de vida supera los 80 años en alrededor de 30 países.
De hecho, ya existen expertos, como James Vaupel, director del Instituto Max Planck de Investigación Demográfica de Rostock (Alemania), que afirman que “no hay ninguna evidencia científica de los límites de la vida humana”. Hoy, sólo podemos demostrar que, desde principios del siglo XX, “cada 40 años, aumentamos casi en 10 la esperanza de vida”. Es evidente que uno de los grandes desafíos a los que nos enfrentamos ahora es que, en muchos casos, la calidad de la salud o el «período de salud» no acompaña a este aumento de años, y que sólo a través de estilos de vida más saludables junto a una medicina más proactiva y preventiva, las personas pueden ser capaces de alcanzar estas edades manteniendo su autonomía física y mental.
En este contexto, la medición de telómeros representa un amplio biomarcador de la salud de los organismos que puede apoyar la identificación temprana de enfermedades crónicas y relacionadas con la edad, ofreciendo la oportunidad de llevar a cabo intervenciones preventivas. Un paso decisivo que, aunque no nos conduzca a la inmortalidad, nos permitirá vivir más años y, sobre todo, hacerlo con una calidad de vida mucho mayor.